Un futbolista al otro lado de la valla






            Sopla el viento en el monte Gurugú. Desde allí se ve Melilla, que ya es Europa sin dejar de ser África. Todos aquellos que malviven bajo plásticos, entre barro y broza, creen que ya han llegado a alguna parte. Son como los hombres de Robin Hood en aquel bosque de Sherwood que Hollywood pusiera a disposición de Errol Flynn, pero en sucio. Y en blanco y negro, que a la película le han dado colorines. Pero en el Monte Gurugú sólo hay un blanco, Jordi Évole, y todo lo demás, incluidas personas, pasado y futuro, es negro.

Como muchos programas de Évole, Al otro lado de la valla trae cola. Y trae fronteras. Aquí llegamos al interés para este blog que trata de fútbol y nacionalismo. Dos ingredientes que aparecieron en carne viva, a tajo de concertina, en el programa.

Esa valla tan famosa es frontera. El fútbol que conocemos, sobre todo ahora, también lo es. Equipos que juegan por patrias viejas o que, como sucede en Cataluña, son el ariete para llegar a patrias nuevas. Pero, tras la valla de Melilla, el fútbol sólo mata el tiempo, sirve para jugar una copa de África low cost. No separa personas, no refuerza nacionalidades. Es esperanza de vida mejor y pasaporte para cruzar alambradas subido a la internacional del balón, mucho más confortable que la cima de una valla o el doble fondo de un automóvil.

Los africanos viven en países cuyas fronteras han sido trazadas por los colonizadores sobre un mapa a golpe de escuadra y cartabón. No les tienen el mismo aprecio que nosotros. Son separaciones artificiales que se empeñan en saltar una y otra vez hasta llegar al Gurugú.

Y allá por la tierra mora, allá por tierra africana, en ese monte que sonó a glorias viejas y ahora suena a vertedero, uno de los testimonios más crudos pertenece a un emigrante de Costa de Marfil. Ha atravesado el desierto y sabe de miseria más que de triunfo, pero busca eso y no otra cosa. Ha saltado tres veces la valla en los cuatro años que lleva en Marruecos. Y lo sigue intentando, a pesar de haber dejado a su hermano pequeño en el intento porque, a falta de visado, tiene “sus manos y sus pies”. Sobre todo sus pies. Es jugador de fútbol. Dice que bueno. Y ese es su verdadero salvoconducto. Su única esperanza: “mi sueño es ser un gran futbolista el día de mañana, para que el mundo entero hable de mí. Mis padres estarán contentos, porque estarán orgullosos de mí".

Parecen declaraciones recogidas a la hora del recreo en el patio de cualquier colegio español… Pero está al otro lado de la valla.