Por los próximos 100 años juntos

A Elena Ribera, diputada de CiU, le pareció muy mal el anuncio que el cava Freixenet eligió para este año. La cosa no tenía que ver con los bailes de María Valverde, ni con la calidad de las canciones de Bisbal ni con la belleza de las clásicas burbujas. Lo que no le hizo gracia alguna es el eslogan de la campaña: “por los próximos 100 años juntos”. Concluyó la señora Ribera que la cosa iba más allá de vender espumoso y se refería a la crítica situación que viven las relaciones entre Cataluña y el resto de España. Es decir que, consultando los posos del cava, la diputada nacionalista interpretó que Freixenet decía no a la independencia. Eso no le gustó y hasta encabezó un amago de boicot al citado producto en Cataluña.
Foto: señal ETB.

El eslogan cala. Para partidarios y detractores, cala. Así que, desde los sectores nacionalistas, ha parecido más inteligente unirse a él que combatirlo. El contraataque lo sobrepasa en toda la línea. La doble lectura de Freixenet, que no niega ni su presidente Lluís Bonet, es un arma convencional, pero el fútbol, especialmente para esto del nacionalismo, es el arma atómica. Así que en el arsenal compartido por PNV y CiU han empezado a abrirse los silos para lanzar misiles en forma de selecciones nacionales, aprovechando que el deporte, especialmente el fútbol, ha pasado a ser ya uno más de los elementos constitutivos y hasta definitorios de cualquier Estado.
Si se tiene selección de fútbol se tiene Estado. Esto lo entienden hasta en Gibraltar. Sobre todo allí. Por esa razón aquellos partidos navideños, medio muertos desde hace años, ahora tienen más sentido que nunca. No ya por el apoyo de las organizaciones que buscaban selecciones propias en el País Vasco (Euskal Selekzionaren Aldeko Iritzi Taldea) o Cataluña (Plataforma Pro Seleccions Esportives de Catalunya) sino por el de los jefes de los gobiernos autonómicos.
Por eso Artur Mas e Íñigo Urkullu, antes del partido acordaron hacer frente de forma conjunta a la “recentralización” del gobierno. Es decir, los representantes del Estado español en Cataluña y el País Vasco, decidieron atacar, con luz y taquígrafos, al Estado que los inviste de poderes y que les sigue pagando.
Íñigo Urkullu y Artur Mas aplauden los himnos autonómicos desde el palco de San Mamés (señal ETB).

Por eso Jon Redondo, director de deportes del Gobierno vasco, expresó su deseo de que este partido sea el último de una selección no oficial. Por eso también, Gerard López, entrenador de Cataluña, resaltaba que "evidentemente, es un encuentro reivindicativo que se sale de lo meramente futbolístico. También es un tema identitario y en esto coinciden los dos equipos".
En estos casos se suele decir que el resultado es lo de menos. Aquí podemos ir más allá: el partido fue lo de menos. Los coros, danzas y pendones exhibidos se podían esperar, incluso las pancartas que sostenían los jugadores de la selección española. Lo único realmente novedoso fue asistir a la interpretación de los himnos en respetuoso silencio en unas gradas llenas de esteladas e ikurriñas. Pero el verdadero partido ya se había jugado en el palacio de Ajuria Enea, con la victoria de ambos contendientes, corroborada en San Mamés con fraternal empate. Perdió España.
 Quien se enfrenta a otra selección se enfrenta también a otro país. Hace cien años que Cataluña y el País Vasco lo hicieron por vez primera, pero nunca con el simbolismo de ahora. Hasta el momento todos los partidos fueron amistosos. La intención política de los gobernantes de estos territorios es que, a partir de ahora, sean oficiales, es decir, nunca más “amistosos”.
Foto: Alfredo Aldai para EFE.


Al final, todos contentos, brindando con txakolí sin equívocas burbujas, por el final de los encuentros amistosos y por otros cien años juntos… siempre y cuando estén separados de España, claro.

Patria o muerte

La muerte se asomó al Manzanares para festejar un partido de fútbol. Al río se fue con la vida de un hombre que no parecía tener más patria que el fútbol, la misma, por cierto, que quienes lo tiraron al agua con el bazo y la cabeza reventados.
Para los dos ejércitos de sin cerebro que se citaron el 31 de diciembre a la rivera del río el fútbol era, en efecto, su patria. El fútbol y nada más. Riazor Blues y Frente Atlético. Nacionalismo gallego de izquierdas y nacionalismo españolista fascistoide. Dos bandos que tienen sus brazos en estas dos bandas armadas de cualquier cosa que haga sangre, de todo menos palabras.
El Frente Atlético y alguno de sus símbolos (Foto: byatleticofans).

 Un problema viejo. En España no parece existir la patria salvo cuando se encarna en este deporte: si hay victoria, si hay celebración, si hay juerga y banderas, si se gana el Mundial. Es el único momento de acuerdo en una empresa común, el único en que no hay discusión.
El resto del año el fútbol lo ocupa todo para unos grupos que lo han hecho su razón de ser. Su patria chica y su patria grande. Que lo utilizan por las facilidades y hasta la impunidad que las organizaciones de este deporte ofrece a los que embozan en él sus pretensiones y su verdadera ideología. No hay sitio como un estadio para concentrar a 80.000 o más personas; para gritar con libertad aquello que interese, para corear consignas políticas o mafiosas, para decirle al jefe o al vecino aquello que se calla en el ascensor.
Un estadio de fútbol puede amparar lo peor de cada uno con naturalidad, sin peligro, con permiso de la autoridad competente, ya que el tiempo siempre lo permite. En algunos países ha servido para que se grite pidiendo libertad, en países como el nuestro sirve para que algunos asesinos avienten su rabia, entrenen sus músculos, engrasen sus armas y se cisquen en todo y todos con retrasmisión televisiva planetaria. Sólo existen ellos y los suyos.
Y vuelven las patrias. La del fútbol es sólo la coartada, por debajo asoman las banderas de las otras. Son conocidas. Son de las patrias viejas. Son las banderas nacionalistas gallegas, as estreleiras que la policía retiraba a la puerta de los estadios a los Riazor Blues, ante la protesta del Bloque Nacionalista Galego (BNG). El mismo BNG que, aliado ahora con Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), pide la comparecencia en el Congreso del ministro de Educación Cultura y Deporte, para que explique qué medidas piensa adoptar su departamento para “erradicar la violencia del deporte”.
Los Riazor Blues y algunos de sus símbolos (Foto: GN A Coruña).

Enfrente ondeaban las banderas de una España que ya no es, pero que el Frente Atlético exhibe colgada de las garras nazis o partida por la guadaña de la parca. “Atleti o muerte”, dicen, pero están diciendo “patria o muerte”, como aquel comandante caribeño, barbudo y fumador. Ya es hora de que alguien mande “a parar”.
Con el beneplácito de todos han tomado como excusa lo más miserable que la patria como concepto ha aportado a la Historia. Su patria es sólo suya y ni tan siquiera es el fútbol. Es la que retratara Samuel Johnson, cuando dijo que “el patriotismo es el último refugio de los canallas”.
Patria o muerte. Había dos opciones y, por desgracia, siguen eligiendo la peor.


Joan Laporta contra Blas de Lezo


Sólo en Matrix y en España un combate como éste es posible. Me refiero a la contienda entre un expresidente del Fútbol Club Barcelona y un glorioso marino muerto en el siglo XVIII. Y, como creo que no estamos en Matrix, sólo podemos estar en España. Aquí, con el permiso del Pequeño Nicolás, pasan estas cosas tan raras.
Tal vez si no fuera por Joan Laporta este artículo no tendría cabida en un blog como éste, pero el bueno de Laporta, que ha usado el fútbol para pasar a la política, al no ganar en este terreno ninguna copa, ahora está usando la política para volver al fútbol, con lo que es pertinente anotar tan fabulosa anacronía. Tarde o temprano, esto nos acabará llevando del terreno de la controversia al terreno de juego, si seguimos la trayectoria de Don Joan.
He dicho anacronía pero tal vez quería decir ucronía, pues de eso se trata ahora. Algo tan querido por los nacionalismos que sólo puede compararse el uso que el catalán hace de la Guerra de Sucesión, con el que el franquismo hizo del Imperio o los Reyes Católicos. Las cosas no fueron así. Nunca lo son cuando el pasado se utiliza para justificar el presente. Mucho menos cuando con esa maniobra se intenta torcer la realidad.
Volver a la Guerra de Sucesión es, sobre todo, querer guerra. Usarla para fabricar la munición de propaganda con la que ahora se cargan todos los cañones, una contienda de esas en las que la primera víctima es la verdad. La mentira gana, por tanto. Y la injusticia también. Por eso tan español de despreciar lo propio, de no valorar a los hijos más ilustres, Blas de Lezo, después de una carrera militar gloriosa, tras enfrentarse a los ingleses con una cuarta parte de hombres y cañones y ganarlos en la defensa de Cartagena de Indias, tras derrotar a la flota más fabulosa que el mundo conoció hasta el desembarco de Normandía, murió traicionado, apestado y arrinconado en una inmunda fosa.
Estatua erigida en Madrid a Blas de Lezo. Foto Ángel Díaz (EFE).


Siglos después, cuando se trata de reparar esta injusticia histórica con una estatua en Madrid, desde Cataluña se rescata de la brillante hoja de servicios de Don Blas su presencia en la Guerra de Sucesión como capitán de uno de los buques que participó en el bloqueo de Barcelona. Y se pide que esa estatua sea eliminada al nacer. Y es una contradicción fabulosa. 
Lo es porque, en teoría, a los partidos independentistas no debiera importarles nada de lo que suceda en Madrid. A ver si alguien va a pensar que en Cataluña aún queda quien sienta como propio lo que ocurra en el resto de España. Por otro lado, la erección de esta estatua se ha hecho por medio de un proceso participativo canalizado a través de la plataforma change.org, que reunió 10.700 firmas y 150.000 euros de muchos ciudadanos. No debiera quedar en el aire que los partidos soberanistas catalanes están en contra de los procesos participativos, aunque sean procesos pagados con el dinero de los particulares.
A Blas de Lezo lo llamaban el Mediohombre. Había perdido un ojo, un brazo y una pierna defendiendo a unas autoridades que no lo merecían. Tal vez sea esto lo que más molesta de la estatua: retrata la lealtad de un servidor al Estado, aunque ese Estado no le pagase. Puede que sea precisamente eso lo que no se entiende en una parte de la política catalana de hoy, donde no se es fiel al Estado que se representa, aunque éste pague muy bien. Blas de Lezo es un héroe en un país que hoy es de los villanos. No cuadra.
Por eso Joan Laporta y su Democràcia Catalana deberían buscarse otro objetivo. Don Blas no perdió nunca más batalla que la de la fama. Esa que ahora, gracias a los soberanistas catalanes, empieza a ganar también.

La solución a la consulta catalana


Madridista votante en la ya célebre foto de Marta Pérez para EFE.
La imagen más repetida del vicereferéndum catalán del 9-N ha sido la de un votante ataviado con la camiseta del Real Madrid. Con un par.
La foto gustó mucho a unos y disgustó profundamente a otros. Los primeros pensaron que al buen señor se le suponía valor, una dosis suficiente como para desembarcar en Alhucemas. A otros, que se explotase tanto esa imagen les causó hartura. Parecía injusto lanzar sombras, no ya sobre el proceso catalán, sino sobre Cataluña toda, como si no fuera posible salir con esa camiseta por aquellos pagos. Se había convertido en noticia algo que no lo era, sólo el ejercicio de la libertad de expresión.
He aquí la clave, no la libertad, si no la expresión. ¿Era casual el atavío? ¿Ese señor se fue a votar con lo primero que pilló por casa? Como buenas preguntas retóricas, ya van respondidas y más en un blog como éste. No sería necesario un artículo para demostrar que el Real Madrid, quiéralo o no, representa a España, sobre todo en Cataluña.
El asunto es más claro aún en un momento como éste, en que la efervescencia independentista está haciendo replantearse hasta las más recientes interpretaciones de la cuestión. Hace sólo dos años dejó escrito Simon Kuper en su libro Fútbol contra el enemigo que “El Barça es el símbolo que Cataluña necesita en lugar de un Estado”. Pues bien, la cosa ha cambiado tanto en tan poco tiempo que no queda más remedio que trocar los términos de esa frase hasta concluir que el Real Madrid es el símbolo que Cataluña necesita en lugar de un Estado… Español, por supuesto.
La cosa de la camiseta tiene su importancia. En este diálogo para besugos que suponen los últimos tiempos de la cuestión catalana, los contrarios a la segregación echan de menos una presencia tangible del Estado español. Que aparezca, que diga, que haga. Por eso, si no pasa por allí, si no hay brazo armado de la fiscalía, si los jueces temen ser desproporcionados, la presencia del Estado queda a salvo con uno de sus símbolos: la camiseta del Real Madrid. Un vicario del Estado español intentando, se supone, que no nazca el Estado catalán. Está tan claro que la situación contraria, un independentista catalán del Real Madrid, le ha dado al maestro Forges para una viñeta: de chiste.

El madridista embozado de Forges en El País, 11-XI-2014.

Por eso hay que volver a la foto del votante. Si, con la que está cayendo, un ciudadano se atreve a ir a votar en Cataluña a cuerpo gentil, con la camiseta del Madrid, además en su variedad de manga corta, puede ser que se trate de algo más que un machote, que su gesta sea más que un heroísmo singular. Y puede que, llegado el caso, no sea imposible que se repita y hasta que se multiplique. Podría ser la punta de un oculto iceberg que no aparece en las cartas de navegación de Oriol Junqueras, muy feliz en el puente de mando del Titanic de la independencia. ¿Acaso no es el Madrid el segundo equipo de Cataluña? ¿Acaso no le es fiel, dicen, el 20 % de la parroquia? Únanse a estos los indecisos, los periquitos y los conocidos de la familia Pujol Ferrusola y empezará a aflorar masa crítica. Tal vez estemos encontrando la salida a este endiablado bucle soberanista.
Me explicaré. Podría llegarse a un acuerdo que fuese bueno para ambas partes. Que no provocase situaciones incómodas, ni necesitase de locales públicos, ni siquiera vulnerase ley alguna. Una salida dialogada, incruenta, deportiva, Fair Play. Y barata. Que ya se sabe que donde fueres…
Desde estas páginas se propone que se convoque a todos los residentes en Cataluña a salir a la plaza mayor de sus pueblos y ciudades a fecha y hora concretas. Los partidarios del Estat Català han de llevar la camiseta del Barça, los del Estado Español la del Real Madrid. El escrutinio lo podrán hacer árbitros FIFA, por supuesto internacionales, para garantizar la limpieza del proceso.
Como la ley ha dejado de ser lo más importante, no habría mucha diferencia con el cuasireferéndum de hace unas horas. Puede que este sentimiento primario y rotundo, que no admite casillas, aunque si piques, que no tiene dobleces ni confusiones, que no tiene SÍ/SÍ, ni  NO/NO, ni SÍ/NO ni siquiera NO/SÍ sea la solución. O se es o no se es. O se quiere un Estado o se quiere el otro. Blaugrana o blanco (y en botella).
En fin, se ofrece de forma totalmente desinteresada esta idea a los gobiernos catalán y español y si, una vez realizada la consulta, en forma de simulación en diferido de proceso participativo, una de los dos partes no está conforme con el resultado, siempre le puede echar la culpa al árbitro.

Barras y estrellas


Familia con las camisetas-senyeras del Barça en la Diada de 2014. Foto: Cristóbal Castro para El País.

Lo que diferencia a una bandera de Cataluña, de una bandera independentista de Cataluña es, fundamentalmente, una estrella. Esos astros que se adaptaron a la cuatribarrada para calcar la bandera cubana y, tal vez, seguir su camino de alejamiento de la madre patria. Ahora que, con una mínima distancia, vemos lo que queda de la Diada del tricentenari, además de mucho ruido y ninguna nuez de nueva cosecha, queda lo de siempre: el papel estratégico que el F.C. Barcelona juega como vocero, no ya del nacionalismo, sino de la independencia de Cataluña
El club ha convertido a sus jugadores en banderas con mangas y los ha puesto a correr por el ancho césped del Camp Nou. Un estadio que ha vuelto a ser el parlamento de la calle, el lugar para gritar por la independencia, el sitio donde votar a mano alzada por si las urnas no salieran a la calle.
Poco queda en estas ocasiones que no sea política en la casa blaugrana. Poco. Y es un secreto a voces que lo que no se dice en la calle se dirá en el campo. Con gritos. A voces. Desde unas gradas que del “visca el Barça y visca Catalunya” han pasado a pedir la independencia.
Pancarta con el recuerdo de la Guerra de Sucesión con los colores del Barça y Catalunya. Foto: EFE

Esto es tan cierto, tan de tarde de fútbol en Camp Barça, que hasta los creadores del videojuego FIFA 15 le han incorporado, en el ambiente, los gritos de independencia del minuto 17:14. Para dar más realismo al producto. Y, como estas multinacionales no arriesgan un céntimo, va a resultar que la independencia es negocio. Al menos para el FIFA.
Tweet de Gerard Piqué mostrando a su hijo con la camiseta-senyera en la manifestación de la Diada del 2014.

Los del juego han puesto el grito en el cielo de los píxeles, enlatando la protesta para llevarla a todo el mundo sin que pierda propiedades ni vitaminas.
 La calle ha puesto las barras. Largas, muy largas, para componer esa uve reivindicativa.
Y el Barça ha puesto las estrellas a jugar en el campo. Con la obligación de recordar que, hace trescientos años, hubo una guerra civil, de alterado recuerdo, y que hoy se libra otra con propaganda y con pelotas (o sin ellas). Sus camisetas lo dicen, aunque ellos hayan nacido en Rosario, en Mogi das Cruces o en Arguineguín.

Todo sea por la causa.

Borbones y balones

La patria de los Borbones y la patria de los balones celebrando juntas la victoria del Mundial 2010.

La Providencia, la casualidad, la justicia poética, el cambio climático o el gobierno han querido que, con un día de diferencia, salieran a la calle la patria de los Borbones y la patria de los balones para preguntarle a los españoles si quieren más a papá o a mamá.
En unas horas la monarquía y la selección de fútbol se jugaron el porvenir. La cosa tiene más calado de lo que parece ya que, cada uno con su carga simbólica propia, representan lo mismo: España.
Según esa constitución que ahora dicen que nadie votó, el Rey de España es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia. Y la selección de fútbol fue, hasta el pasado miércoles, la España que movilizaba de verdad al pueblo en su sentimiento de pertenencia a la nación. Por lo tanto otro símbolo de unidad y permanencia en la victoria.
Fuese casualidad o maniobra, la cosa no estaba mal traída. Si la España del fútbol ganaba a Chile, el nuevo rey sería quien marcase los tantos. La réplica de la copa del mundo sobre la mesa de su nuevo despacho lo delata. Empezaría su reinado, casi desde el banquillo, recibiendo aclamaciones. Se podría apropiar de esos triunfos, de la alegría sincera de una parte no pequeña de los españoles. Una manera inmejorable de arrancar. Pues, como dijera en 2012 Manuel Marín, expresidente del Congreso de los Diputados: “en España no existe un sentimiento de autoestima colectiva excepto cuando Iniesta mete un gol”.
Pero Iniesta no marcó y el partido se perdió. La selección española vuelve humillada, subida a la máquina de los peores tiempos. La patria de los balones corre el peligro de viajar allí; antes de 2008. Cuando, con una selección perdedora, ni la patria del fútbol lograba reunir el entusiasmo colectivo. Antes de que las calles se poblaran de banderas de España, aunque fuese para celebrar goles. Y eso afecta a la patria de los Borbones, pues Felipe VI se va a encontrar un panorama rudo, de crisis, disgregación territorial, debilidad del Estado y descreimiento en los políticos. Y la tricolor, que el fútbol no se usaba ni para animar ni para celebrar, ondeando por ahí, aunque estuviera proscrita en la ceremonia de proclamación del nuevo rey.
En España la república es una causa torcida, hasta gafe si me apuran. Siempre que parece estar tocándose con los dedos se vuelve del revés. Los republicanos españoles ya se frotaban las manos al ver abdicar a un rey, incluso algunos tuvieron la astucia de votar en el congreso en contra de esa abdicación (que se quede, que ya le habíamos tomado cariño) y resulta que ahora, cuando la monarquía parecía desaparecer, se multiplica por dos sin necesidad de guillotina. Donde antes había dos reyes, ahora habrá cuatro. Como en la baraja. Todos los palos ya están sobre el tapete. No querías taza…
En esa baraja española, el viejo rey Juan Carlos pinta poco ya. Acompañado por la banda sonora de 19 salvas de cañón, se va a desempeñar el empleo de Capitán General en la reserva y lo va a hacer de por vida. Es una buena noticia, tanto para republicanos como para monárquicos, ya que España en estos momentos necesita precisamente eso: crear empleo de calidad y revalorizar las pensiones.
Sobre el tapete el rey nuevo ha perdido buenas bazas. Su reinado no arranca de la mejor manera. La patria del fútbol lo está complicando. Se ha vuelto contra quienes decidieron esta fecha futbolera que podía ayudar mucho, pero ahora puede ser lo contrario. Al volver los naipes del fútbol sólo se ven bastos. Aunque, si al asunto se le aplica la habilidad que ya se ve y ya se lee por ahí, no todo está perdido. La patria de los balones le puede hacer el último servicio a la patria de los Borbones.
Cuando las redes sociales hierven de alegría nacionalista mofándose de la España derrotada por dos antiguas colonias, cuando avanzan independencias al romperse ese resorte mágico que podía sacar banderas rojigualdas hasta en las ramblas, aún queda una salida. Ahora más que nunca esa maniobra diabólica que dicen maquinó El Sabio de Hortaleza tiene sentido. Hablo de “La Roja”. Ese personaje de ficción creado para no tener que nombrar a España. Las tornas se han cambiado: quienes antes hablaban de La Roja, ahora quieren decir España, pero, al revés, a la patria de los Borbones lo que ahora le conviene, con el permiso de Chile, es hablar sólo de La Roja.
Míster Hyde ha muerto. Y el doctor Jeckyll recobra su verdadera cara, pasados los efectos del bebedizo. Sólo “La Roja” ha sido derrotada y, como ese apelativo nació para rodear a España, ahora España no se siente aludida. Silba distraída con la ceja en alto, tipo Ancelotti, como diciendo ¿es a mi?

Pierde la patria de los balones, gana la patria de los Borbones…pero sólo estamos al descanso de un largo partido. 

Mundial hermano

La campaña de Iberia, sin mencionar a España juega con la identificación del fútbol con la nación a la que representa.
Una nación es, entre otras cosas, una comunidad política imaginada. Todos sus habitantes se figuran formando parte de un territorio con unas fronteras, una cultura y una tradición comunes. Lo dijo Benedict Anderson. Cualquier recurso que consiga a visualizar esa comunidad, sacarla del mundo de las ideas y ponerla en la calle contribuye a crearla.
 Las costuras con las que se ha construido España, como nación y como patria, son hilvanes que se descosen por varios territorios y, en el resto, pasan por fases expansivas o depresivas que perjudican a la idea común. Por eso, si hay algo capaz de darle cuerpo mortal a esa patria, se promociona y se ensalza como un artículo de primera necesidad. Una prioridad nacional. El fútbol, por ejemplo.
En el año 2008 la selección española cambió una larga historia que daba para poco presumir y, hasta la fecha, se convirtió en la mejor del mundo. Justo en el momento en que empezaban años terribles en los que la alianza de la crisis económica e institucional debilitaban a la nación vieja, el fútbol ofrecía alternativas, refugio para los desahuciados, cambio para los bonos basura. Una patria alternativa en la que no sufrir pobreza energética ni movilidad exterior, donde ser superpotencia.
Un Estado-nación sustituido por un equipo-nación. El lugar donde van a confluir todas las identidades simbólicas nacionalistas y que, en España, se presenta más unido para el caso del fútbol que para el de la patria tradicional. Se hace realidad, al menos, cada dos años. Si hay victoria, claro.
Pero el fútbol es, ante todo, una realidad paralela. Como patria es un personaje televisivo llamado “La roja” que bebe de los códigos del resto de personajes que pueblan hoy día ese medio. Un lugar donde Belén Esteban es una escritora de éxito, Cecilia Giménez, la restauradora del Ecce Homo de Borja, una gran pintora, Paquirrín un cantante de mérito, y Jorge Javier Vázquez el ganador de un Premio Ondas.
Cada cuatro años esa realidad alcanza su mejor expresión en el Mundial de fútbol que, como competición deportiva de mayor seguimiento planetario, es el padre de todos los reality shows que en televisión han sido. Todavía hoy, en Brasil 2014, sigue demostrando que responde a sus códigos y está hecho según sus protocolos más tópicos: encierro y aislamiento de los protagonistas que pasan a tener su vida televisada durante un mes; eliminación progresiva de los nominados; participación del público, en este caso matizada por la FIFA pues, como en todo reality que se precie, hay guión (que se lo pregunten a Croacia).
            Normalmente las selecciones llegan al Mundial con el espíritu del buen concursante de reality: por si se perdiera, no conviene decir de forma directa que se viene a ganar sino a conocer gente y a ser uno mismo. La copa no se mira, no se toca.
De estas tres posibilidades (ganar, ser uno mismo y conocer gente) a la selección española casi siempre le había tocado la tercera. Se iba con las manos llenas de amigos y nada más. Incluso ser ella misma, antes de la invención del tiqui-taca, le costaba dios y ayuda. Ni ella misma sabía lo que era. A qué estaba jugando.
Desde la triple corona el mundo es otro. Lleno de banderas rojigualdas, de héroes recibidos por las calles y en palacio y de acontecimientos aprovechados astutamente para usar a la patria del fútbol como cemento del Estado-nación, que vive horas de una confusa mudanza donde nadie sabe a qué dirección enviar los muebles.
Pero se transita por el filo de una navaja barbera. La patria del fútbol sólo sirve mientras hay victoria. Y a eso se apuesta en cada campeonato. Así empezó todo en éste de Brasil, en retransmisiones que se recrearon lustrando laureles, evocando glorias, repitiendo el gol de Iniesta en el Mundial 2010, “momento histórico” para los comentaristas. Iberdola les daba buena energía, luego Guillette alma de acero y Cruz Campo todos los corazones posibles.
En vano. Holanda fregó el suelo con nuestros campeones en el primer partido del Mundial. A lo peor, La roja tiene que abandonar la casa del Gran Hermano brasileño antes de tiempo para ser escarnecida en triste periplo por esos inmisericordes platós, llenos de tertulianos bocazas dispuestos a decir cualquier bajeza a tanto el insulto.
Cuidado, que la única patria indiscutible ha sido nominada. De momento, tendrá que mudarse a la isla de Supervivientes.

España Rasca

            Que el fútbol es un factor de unidad política en torno a causas nacionales parece algo sin discusión. Ya lo sabe hasta el mismísimo Ministerio de Asuntos Exteriores, cuya Oficina de Análisis ha despachado un denso informe titulado El éxito del fútbol español; clave geopolítica y potencial diplomático.
            Esta letra suena a la música de la “marca España”. El citado informe compara el potencial de la selección española como el de la brasileña, por su capacidad de logros en la cohesión nacional, la mejora de la imagen de España o el apoyo a causas altruistas. Pero en este análisis hay demasiada marca y muy poca España.
            Esta Transición política que ahora se cierra, bailó muchas veces según la música que tocaban desde los nacionalismos vasco y catalán, mientras el nacionalismo español, despreciado por la izquierda y metido en el armario por la derecha, quedaba ausente. Se reconoció la existencia de varias naciones, lo que no es malo ni bueno, pero tiene un problema: ¿cómo nombrarlas a todas cuando el nombre de una, siendo el de todas, no es reconocido por el resto? Es decir, y por resumir, que si se dice España no vale.
       Ese nombre fue sustituido por “el Estado español” construcción epidérmica de raíz franquista, o por giros coloquiales (otra vez de moda) como “este país” o incluso “Madrid”. Nunca España. Y aquí llegamos al fútbol. La capacidad que el fútbol tiene para hacer visible a España fue un peligro. Se hacía nación jugando y se la sacaba del armario en cada estadio. Y si se ganaba era peor.


            Y ahora llegamos a la marca. No fue la marca España sino “La Roja” la que ganó el consenso para no molestar. Decir España era decir demasiado. Había que buscar un sinónimo comercial que hiciese alusión a lo que estaba debajo, pero sin nombrarlo. Así nació La Roja, dicen que en parto asistido por Luis Aragonés en el año 2004. Sea como fuere, logró sus propósitos. Es la famosa marca España pero sin España. Cualquier producto que se precie, de esos que nos inundan aprovechando el arrastre del Mundial lo tiene claro, lo respeta y, lo que es más importante, así vende.
            En esta ocasión la ONCE madrugó más que nadie. Ya le había dedicado en 2013 un billete a Vicente del Bosque y desde el 5 de marzo de este año, con permiso de la Federación Española de Fútbol dio la entidad empezaba a emplear la imagen de la selección en uno de sus “rascas”. Mucho dinero en juego por sólo dos euros de nada.
            Pero claro, como nombrar a España “rasca” bastante, el producto en cuestión fue bautizado como el “rasca de La Roja” que, rascando más, rasca menos. Así se lanzó, con himno y todo, adaptando la misma música de “Yo Te Quiero Dar” que usaban los tenistas de la Davis a una letra de este tenor:

Lo damos todo por estos jugadores,
lo damos todo por nuestra selección,
la camiseta más grande de este mundo,
se gana con La Roja, el once campeón.
Por eso yo te quiero dar, Roja, mi corazón.
Tú me diste lo más grande, yo te doy mi ilusión.



La Roja es España, pero no toca nombrarla. Eso sí, la ilusión de la ONCE le puede tocar a cualquier apostante que tenga mayor fortuna que Jesús Navas, uno de los jugadores que aparece en su publicidad. A él que le tocó el Rasca de La Roja, pero no le tocó ir al Mundial con la selección española de fútbol.
No es lo mismo.

La tricolor

        Acaba de suceder en España una de esas cosas que se leen en los libros de historia: el rey ha abdicado. Hasta nombrarlo es difícil pues, dicen los manuales que el verbo abdicar, o sea ‘ceder un monarca la soberanía sobre su reino’, varía su construcción si es transitivo o intransitivo.

El verbo de marras, ya transitivo ya intransitivo, acaba de abrir un proceso de la mayor complejidad en este preciso momento. La caja de todos los truenos y todas las reivindicaciones sobre lo que estaba atado y bien atado hasta conformar un sistema estable: el modelo territorial, la forma de Estado, el reparto de poder de los partidos políticos, la Constitución…. En medio de la aún muy viva crisis económica e institucional, procesos soberanistas y terceras repúblicas se vislumbran por doquier en forma de enseñas y banderas. La Transición ha muerto, ¡viva la Transición!
El discurso de abdicación de Juan Carlos I tal y como lo sirvieron las cámaras de Telecinco.

La nueva transición es naciente e incierta y poco podemos decir ahora, salvo, eso sí, que como aquí hablamos de fútbol (más o menos) éste se nos aparece por debajo de los sesudos análisis. Politólogos, comentaristas y entendidos llegan ahora a la conclusión de que el momento de abdicar ha sido elegido porque en él se citan dos factores estratégicos: el aún dominante bipartidismo y la estabilidad que, desde hace casi 40 años, viene identificándose con monarquía. Tal vez si se hubiese esperado, esa hegemonía de dos ya estaría rota, o el sentimiento republicano tan crecido que sería difícil tomar esta decisión y cualquier otra.
Qué razones tan sabias y qué fechas tan oportunas haciendo coincidir, casualmente, el trámite para tener nuevo Rey y el Mundial de fútbol. Dicen que Felipe VI será proclamado rey de España el día que la selección juega contra Chile (18 de junio). No en vano Mariano Rajoy soltó la bomba de la abdicación y, de inmediato, se fue a despedir a la selección del fútbol con un mensaje del Rey Juan Carlos I lanzado como la despedida a un batallón expedicionario que partiera para Ultramar.
Desde que España es potencia ganadora, el fútbol siempre llega al rescate de la patria, para ayudar o sustituir a sus símbolos más queridos, para llenar el vacío de poder o servir de nexo de unión en la discordia. Hasta los detractores de la monarquía lo saben.
La firma madrileña 198, sin ir más lejos. Se dedica a vender algo así como merchandising republicano. Desde unos bonitos polos, que ya ha lucido Pablo Iglesias El Mozo, a guillotinas, de las de multiplicar por dos y por las cervicales a los reyes del Ancien régime.
Pero la joya de la corona, permítase el sinsentido, es una camiseta de la selección española de fútbol con los colores de la bandera tricolor republicana. De una gran calidad, 100% poliéster, y para todos los públicos hasta el XXL. Y lo más importante, es una camiseta con efectos retroactivos, ya que borda en el pecho sobre el escudo, la estrella de campeones del mundo conseguida en período monárquico.
Willy Toledo ataviado con la camiseta de la selección republicana de fútbol. Foto:unonueveocho.es

Olvídese de engorros inútiles. Destierre de su kit de manifestante todo aquello que reste movilidad. Con este sencillo complemento podrá reivindicar la Tercera, sin tener que llevar pesados mástiles o banderas gigantes. Haciendo que, como diría Cayo Lara, aquellos y aquellas que sientan la república se conviertan en hombre/mujer-anuncio con el reclamo más mediático, el fútbol. Y si, además, la prenda le sienta tan bien como al actor Willy Toledo, miel sobre hojuelas. Desde que don Juan Carlos ha salido por la tele agitando el pañuelo del adiós se han multiplicado las ventas. 
Fue Albert Camus el que dijo que patria es la selección nacional de fútbol. Pues su enseña, es decir la representación del modelo de Estado de esa patria, es la camiseta. La medida de todas las cosas. Aunque en este caso, por ceñirnos a los parámetros textiles, la camiseta más que medida es la talla de España. 
Así, a ojo, ¿cuál le calculan ustedes?
 

PODEMOS

Según Emilio Butragueño Florentino Pérez es un ser superior. No sé si habrá unanimidad en el diagnóstico, pero lo cierto es que no es un hombre normal. Es poderoso. Un personaje perseguido por el éxito profesional, capaz de las más altas empresas de nivel mundial, en la industria y en el deporte. Pero es falible. Nada humano le es ajeno. Vamos, que  también la pifia.
En Lisboa, sin ir más lejos. Su castellana compostura se quebró en el gol de Ramos, siendo eyectado del asiento por sus nervios, lanzando al aire 92 minutos de frustración en medio de un palco lleno de las más altas dignidades. No estuvo bien, pero era disculpable. Aunque la cosa se puso mucho peor cuando, en el gol de Bale que ya daba la victoria, totalmente libre de la marca de Mariano Rajoy, se fue en veloz galopada hasta la fila donde José María Aznar festejaba con no menor entusiasmo. Allí se fundieron en lo que podríamos llamar “el abrazo de Lisboa”.


Imágenes de RTVE donde se descompone la secuencia del "abrazo de Lisboa" mientras el gol sube al marcador en el tercer fotograma.

Como abrazo fue discreto. Poco más que un give me five neoyorkino, un choca esos cinco vallecano. Pero su significado era profundo. José María Aznar no es más que lo que fue: un ex presidente del Partido Popular, pero Florentino representa a muchos miles de aficionados del Real Madrid. Tal vez no todos simpaticen con ese presidente, sobre todo después de que el actual, del mismo partido, se declarara madridista confeso.
Pero, como hay madridistas de toda ley, quizá más de uno censure que esos segundos sean la palanca para volver la eterna leyenda negra del Madrid, la del equipo del gobierno, la del palco del Bernabéu lleno de ministros, donde los peor intencionados dicen que se decidían nombramientos o se repartía el embetunado de las carreteras. Ese equipo malvado que ceban sus enemigos, los mismos que se consolaron cuando Zapatero chocó los cinco de Joan Laporta en el 2009.
Mala cosa. Gesto feo. Florentino había perdido el tino, quedándose sólo en las florituras para la galería del Floren, tomando partido a la diestra. Y, cuando todo el mundo pensaba que la versión medieval del Real Madrid estaba poseyendo a Florentino Pérez, en ese mismo instante, juran los cronistas que todo el madridismo congregado en el estadio lisboeta fue un clamor gritando ‘’¡Podemos!’’. Allí estaba la mano izquierda del gran jefe, el arma secreta, usando para sí el que iba a ser eslogan triunfador en las elecciones del día siguiente. El de Pablo Iglesias el Mozo, ese que es tertuliano y no tipógrafo. Sí señor, apuntándose un tanto por la izquierda antes incluso de que la sorpresa hubiese llegado siquiera.
No se podía esperar menos de ese hombre singular, capaz de hacer que Ancelotti cantara mejor que Casillas. ¡Qué clarividencia! ¡Que premonición! Así, Florentino Pérez, poniéndole una vela a Dios y otra al diablo, rompía moldes y se quedaba con lo mejor de la derecha y de la izquierda. Además, por supuesto, de la décima que le había costado tantas novenas.


A ver si Butragueño va a tener razón…

España en Lisboa. La Europa que importa


Foto: Lavandeira Jr. para EFE.
El rey de España tuvo que viajar hasta Lisboa para darse un baño de multitudes. Lo necesitaba el día en que se enteraba por la prensa que Artur Mas, el representante del Estado español en Cataluña, pedía su ingreso en la francofonía. Había que viajar hasta Lusitania para encontrar mejor aprecio por las cosas de España.
Últimamente el rey viaja mucho en busca de la popularidad perdida y no tuvo más remedio que irse a Lisboa pues, en España, no acostumbra a ser aclamado en los estadios. Pero ayer sucedía algo histórico, en el Estadio da Luz disputaban la final de la copa de Europa dos equipos de la capital de España. Uno de los pocos lugares donde el rey puede sentirse arropado, en un acto público, siempre y cuando sean madrileños todos los asistentes. Y esa oportunidad histórica había llegado. Real y Atleti de Madrid se enfrentaban en la final de la Champions. Parecía un sueño.
Ambos equipos lucharon en Lisboa por la misma ciudad. Y esa ciudad era la capital de España. El hospitalario poblachón manchego que, en los últimos tiempos, sólo puede reivindicarse como capital del Estado en las ocasiones en que el balón está de por medio. Era, por tanto, una lucha fraternal. También una lucha encarnizada en la que, curiosamente, se compartieron símbolos. Cosa inédita en el fútbol, pero posible aquí ya que, las aficiones de ambos clubes tenían un factor común y utilizaban un símbolo compartido: la bandera de España.
La roja y gualda en el fútbol de clubes no suele utilizarse para animar sino para desanimar. Para humillarla frente a quien se siente representado por ella o para decirle a otros que no son españoles. Así que, por una vez, las aficiones se enfrentaron bajo la misma bandera, hasta que los escudos se fundieron. Leones rampantes, campos de gules, castillos de oro, barras de sangre, flores de lis, cadenas y columnas de plata. Escudos milenarios, flanqueados por los colores y los emblemas de dos equipos de fútbol disputando el mismo espacio de la enseña patria. Esa enseña es de los dos. Por una vez España no se discute. Tal vez sea esta la aportación de mayor repercusión de este partido. La imagen del jugador portugués y brasileño Pepe, con la bandera española anudada a la cintura, es un símbolo.
Eso y Lisboa sobre lo mar, como escribiría Joäo Zorro. La bellísima capital de un maltratado Portugal dando cuartel a más de 100.000 seguidores de los equipos de la capital de la maltratada España. Un símbolo más. La UEFA no tuvo la osadía de designar a un árbitro griego. Si lo hubiera hecho se habría formado la antitroika de los países subalternos de Europa, paganos de la crisis en años de desahucios y recortes. El Sur de Europa se cita en Lisboa justo el día antes de que los europeos, incluidos españoles y portugueses, deben acudir a las urnas de las elecciones europeas. Las de más flaco entusiasmo de la historia. Y ya es decir.
Como sucede en los últimos años con la marca Europa, la marca España está tocada por la desgracia, por la derrota. Sólo proyecta victoria y hasta unión en el fútbol. En esta final se pudo ver. España estaba en Lisboa. Jugando y viendo jugar al fútbol. Y mostrando ese espectáculo a varios cientos de millones de espectadores por todo el mundo. Lisboa era el centro de la única Europa que ahora parece importar.

Por cierto, ganó el Real Madrid. Que eso sí les importaba a unos cuantos.

Estamos en Lisboa. Avisos en portería.

Real y Atlético de Madrid. Dos equipos que se van pareciendo demasiado (Fotos: EFE y Atlético de Madrid).
O de como creerse los tópicos produce monstruos...
A Madrid le ha llegado un día de gloria, aunque todo pase en Lisboa. Es la primera vez que dos equipos de una ciudad se enfrentan en la final de la Champions. Acontecimiento planetario, venganza por lo de los Juegos Olímpicos, relaxing cup of café con leche in the Praça do Comércio… Perfecto, todo muy bien. Un caramelo histórico, pero puede envenenar a quien decida saborearlo hasta el final. Cuidado con ganar. A nadie le conviene.
Era Jorge Valdano el que decía que un equipo es un estado de ánimo, pero un club es la representación de un imaginario. En este blog se ha tratado en diversas ocasiones el caso del Real Madrid y el Barça, dos formas de ver España, toca ocuparse de los equipos de la capital: el Real y el Aleti son dos formas de ver Madrid, dos ciudades diferentes cuya rivalidad crece con la proximidad. Sus historias han tenido notables paralelismos. Si el Real fue fundado por catalanes, el Aleti lo fue por vascos, como delegación del Athletic de Bilbao. Si al Real se le ha acusado de ser equipo del gobierno, el Aleti, en su breve etapa de Altlético de Aviación, fue el equipo del régimen franquista. Pero hasta ahí. En las últimas décadas el imaginario que le han colgado a cada uno los diferencia y los identifica: un club señor, que es de los señores y un club sin suerte que es de los modestos. El talonario para el Real y la desgracia de ser pobre pero honrado para el Aleti.
Llega ahora el momento de decidir si esto va a seguir siendo así. Si el Aleti y el Real son dos imaginarios o uno solo. Si son la misma cosa o hay diferencias. A poco que se piense, la conclusión es venenosa. Una final al revés: ambos equipos deben perder. ¿Qué me he vuelto loco? No pierdan ustedes la calma y lean lo que sigue.
El Atlético de Madrid debe perder para ser fiel a sí mismo. No puede traicionarse ahora que está en el centro de los focos de todo el mundo. Debe perder para seguir siendo el pariente pobre de Madrid, el que malvive a la sombra de un club déspota de millonarios. Si no lo hiciera se convertiría en un club ganador y hasta rico, ya que sólo la plutocracia del fútbol llega a la final de la Champions según los estudios más recientes. Sería como el Real. Sin el romanticismo del débil, sin manera alguna de palmar, sin un Sabina que le compusiera un himno. Se borrarían las diferencias y los clubes de Madrid serían iguales. Tanta historia para esto. ¿Acaso ha desaparecido la distancia entre La Castellana y el Manzanares? El Atleti debe perder por la final contra el Bayern, por la misteriosa lesión de Gárate, por “la batalla de Glasgow”, por Babacan, por la cabeza del Mono Burgos asomando desde los infiernos, por años de derbis perdidos… ¿por qué somos del Aleti?
Por lo mismo, el Real Madrid debe perder la final. Para que el Atlético, ganando, se traicione. Ha ganado la Liga y esa teórica fortaleza lo debilita: está a punto de ser un club ganador, de los más grandes, de los pocos que pueden encadenar una Liga y una Champions en la misma temporada. De los más ricos. Esta victoria lo colocaría en el límite de pasarse al reverso tenebroso. Por eso el Real Madrid deber ayudar, está a un paso de quitarle toda la personalidad a su rival de la acera de enfrente. El Real debe perder para que el Atleti se quede sin ética y estética de club desgraciado, para que pase de matagigantes a gigante, para que no pueda argumentar el talonario de los otros, para que no sea El Pupas que mueva a la compasión y el halago. Para que al fin exista una razón para ser del Atleti y sea la misma que para ser del Real. Estocada mortal.
Lo tiene fácil, un pequeño empujón y el Aleti se despeñará por el barranco de la gloria. Morirá de éxito, pero morirá al fin. El Real se puede permitir no ganar la décima, precisamente ahora, quedarse tuerto, para que su eterno rival madrileño se quede ciego.
Por lo tanto, si la rivalidad es de verdad, si sienten sus colores, si quieren mantener su leyenda y hundir la del contrario, si aprecian en algo a su hinchada, deben perder. Es duro, sí. Nadie dijo que una final de la Champions fuera fácil, pero alguien tiene que hacerlo. En este caso ambos. No deben jugar por ganar sino por lo contrario.
Del resto, poco quedará. Más bien nada. Ni un gato por la calle. Madrid desierto. En la puerta de Alcalá se puede dejar un aviso como en la más castiza de las casas de vecindad de la más tópica de las zarzuelas: “estamos en Lisboa. Avisos en portería”.

Da igual que sea la portería de Casillas o la de Courtuois. En ambas darán razón.

Casillas tiene la culpa

Infografía sobre "Duelo a Garrotazos" de Francisco de Goya (imagen Museo del Prado)

Está mal decirlo esta temporada en la que el Atlético de Madrid (del que pronto hablaremos), con humildad y con bravura, le disputa todo a Real Madrid y Barça y gana la liga. Está muy mal, pero es cierto. En España el mundo del fútbol es cosa de dos. Y lo es porque el mundo del fútbol es mucho más que eso. Detrás de ambos equipos hay otras cosas, ocultas para asomar sin aviso previo agitando banderas anteriores a la invención del balompié.
Dos equipos y dos Españas. Enemigas machadianas que aportan siempre una explicación facilona para entender la patria leyendo en los posos del fútbol. Dos equipos, que representan el imaginario de dos territorios que ven España de dos maneras diferentes. O incluso que no la ven. Y, como cantaba la cupletista Marietina, en su nombre hasta se llega a la agresión.
¿Agresión? He aquí un asunto de hondo calado jurídico, pues hasta ahora ustedes tal vez estaban pesando que este escrito se dedicaba a cosas intrascendentes, a filosofía de fondo sur o a teoría de grada de preferencia. Nada más lejos de la realidad. Me he de referir a un hecho verídico, sucedido en Murcia para más señas.
            Fue hace dos años, en una taberna, cuando un aficionado del Real Madrid, zaherido por los comentarios burlones que un seguidor del Barça dedicaba a los jugadores de sus desvelos, le tapó la boca, de palabra y obra, al grito de ¡bocazas! Maltrato de obra y 75 euros de multa que acaba de pagar.
              ¿Casualidad? No lo parece si pensamos en que, cuatro años antes de este suceso, acaeció otro de semejante fuste. Sí, en Murcia. En la pedanía de Puente Tocinos. En este caso el protagonista, ataviado con un chándal del Barça, rayó con muy mala idea 16 coches y, cuando se vio condenado por la Audiencia Provincial, dijo en su descargo que él jamás llevaría semejante chándal, pues era aficionado del Real Madrid de toda la vida de Dios. De nada le valió su alegato, ya que los magistrados lo consideraron “carente de validez por distorsionante”.
      Maltrato de obra, alegato distorsionante… A tales profundidades llega el fútbol cuando se mezcla con la judicatura y las patrias. ¿Son estos asuntos jurídicos? Puede. ¿Tienen que ver con la unidad de España? Siempre. Pero la contumacia, la redundancia y la toponimia dicen otra cosa que raya en la parapsicología.
            Sólo así se podría explicar el papel de la huerta murciana en estos conflictos futbolero-procesales. Volvamos a Puente Tocinos. Nada hay que parezca sospechoso en esta pedanía famosa por sus figuritas de Belén. Nada, salvo que en sus linderos se concentran sitios extraños que avisan de cosas de mayor trascendencia. Es así como aparece un llamativo lugar limítrofe: Llano de Brujas. Y, por si fuera poco el misterio, no es más que una pista para seguir hasta el pueblo vecino: Casillas. Sí. Con  todas las letras. Un pueblo, con nombre de portero del Real Madrid, repoblado tras la Reconquista por catalanes. No se busque más. Esa mezcla imposible lo explica todo.
     He aquí la clave del asunto. Como se dice ahora en la radio, estamos ante un lugar de poder. Tal vez una puerta a la cuarta dimensión que se activa en toda esta comarca de enigmáticas pedanías y, sin remedio, vuelve locos a cuantos pasaban por allí hasta el punto de llevarlos a cometer, manejados por El Maligno, cualquier fechoría en nombre del club de sus amores.


      No hay duda. Casillas tiene la culpa.